
Me levanté de la cama pronto y me hice un café, cuando me di cuenta de que llevaba un micrófono pegado en el pecho. No sé quién me lo pegó. Así que con mucha cautela me dispuse a avanzar en mi día convencional. Me senté en el váter pero intenté hacer el menor alboroto posible, solté todo con gran delicadeza, gases finos, cacas deslizadas, para que no hicieran mucho impacto con el agua, no vaya a ser que sonase muy brusco para el pobre trabajador al que le tocó escucharme. Tape el micrófono con una servilleta y un papel film para que no se estropee y me duché. Rasuremé mis axilas lentamente, no quería molestar a los espías con el ruido desagradable del “gajj gajj” que hace la maquinilla en mis sobacos.
Me vestí rápido, para que no piensen que invierto demasiado tiempo en mí misma. Salí a trabajar tarareando una canción superioptimista, pero a los cinco minutos de estar en el metro empecé a balbucear muy bajito: «Hijos de puta, no tenéis otra hora para ir todos a trabajar como borregos», aunque creo que no se llegó a oír nada, ¡menos mal! Al llegar me encontré con mis compañeros, me tomé otro café y me mantuve con la boca bien cerrada. Ese día no critiqué a nadie, ¡por supuesto!, no sabía de dónde coño me estarían escuchando y no quería parecer un ser oscuro, secaplantas o intolerante.
Luego me puse a trabajar. Tardé un tercio de lo que suelo tardar, porque como podréis imaginar, no hablé con mis amigos, ni tonteé con mis ‘crushes’, ni puse vídeos graciosos de gatitos en Instagram. Ni mucho menos salí a fumar las cinco o seis veces que salgo habitualmente para, de paso, rajar con la primera persona que me cruzo como si me fueran a quitar la vida mañana. Decidí ir al gimnasio: tenía dudas de si hacer deporte o quedar con alguien de cervezas y risas para que los que me escucharan no pensaran que soy aburrida y que no tengo vida social, pero tampoco quería que pensasen que no soy una persona saludable. Así que de camino al gimnasio hice un par de comentarios graciosos para generar simpatía en ellos, ¡qué menos!
Se me olvidó por un momento que compartía mi día con esta gente tan amable, me puse los cascos y empecé a hacer los sonidos guturales que suelo hacer cuando corro, ese descuido no me lo perdono. Me fui a casa, iba a poner ‘La isla de las tentaciones’, pero puse música… música balcánica para despistar un poco en cuanto a mi cultura musical, ¡no solo escucho a Melendi, señores que me pusieron el micro esta mañana!
Iba a cenar pan de molde con salchichón y hummus del Mercadona, pero, claro, era una ocasión superespecial con “sean quienes sean” los que me escuchan, así que me preparé un salmón con mango y reducción de balsámico: una cena saludable para un martes cualquiera… y así les demostraba lo bien alimentada que estaba y lo apañada que era. Me puse una película sueca, aguanté un poco el sueño e hice comentarios en voz alta: «¡oh grandiosa!», «¡magnífica!», «¡no me extraña que haya triunfado en el festival de Venecia!»... En realidad no la entendí, sobre todo porque quería que se oyera en versión original, que siempre queda más guay, pero si leo a la vez que miro… en fin... Me perdí.
Finalmente me fui a la cama, dormí de lado para no roncar y, por supuesto, de satisfayer, de petas, de vino, de tableta de chocolate y de pedo sabanero, nada de nada. Tardé en dormirme… no voy a engañaros, aunque me hice la dormida un par de horas por eso de no mostrar vulnerabilidad y nerviosismo a esta gente que lleva acompañándome todo el día. Y menos mal que al día siguiente, al despertarme, vi que ya me lo habían quitado: no había rastros del micro en mi pecho. Viéndolo con perspectiva, yo creo que les caí bien.
Puedes seguir a Valentita en su cuenta de instagram: @va_lentita
¡APOYA A MONGOLIA!
Suscríbete a Mongolia y ayuda a consolidar este proyecto de periodismo irreverente e insumiso, a partir de solo 38 euros al año, o dona para la causa la cantidad que quieras. ¡Cualquier aportación es bienvenida!