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Se han valorado todo tipo de elementos en el análisis de la hostia que Will Smith le metió a Chris Rock durante la última gala de los Oscars. El machismo. Los límites del humor. La alopecia. La autoestima femenina. La autoestima masculina. La violencia verbal. El reparto de funciones dentro de la pareja. El reparto de hostias entre colegas. La violencia legítima. Pero no se ha puesto el suficiente acento sobre el factor fundamental sin el cual no se entiende absolutamente nada de lo que ocurrió la noche del 27 de marzo: la inherente gilipollez como característica esencial del mundo del entretenimiento.
Es difícil de entender para los que no pertenecemos al star system cómo el star system te vuelve irremediablemente gilipollas. No es la gilipollez de andar por casa que todos reconocemos en un compañero de trabajo, en un amigo o en un cuñado. Es una gilipollez densa, espesa, pegajosa, que ya ha cristalizado hasta convertirse en una costra imposible de despegar y que se manifiesta veinticuatro horas al día. Es una gilipollez que está metida hasta el tuétano, resultado de décadas de extravagancias, narcisismos, caprichos millonarios, narcisismos, alabanzas permanentes sin ningún contacto con la realidad, narcisismos, endiosamientos y… ah, sí, narcisismos.
Son gilipollas rodeados de gilipollas que se relacionan sólo con gilipollas. Es simplemente imposible no ser gilipollas. Lo son todos sin excepción. Will Smith es un gilipollas esencial, pero no más que Chris Rock o que cualquiera de los que estuvieron a pocos metros de la hostia. Sin duda el machismo, el honor y la violencia son factores relevantes, en particular el machismo de los gilipollas, el honor de los gilipollas y la violencia entre gilipollas. Los verdaderos culpables son los que les han vuelto gilipollas. ¿Saben quienes son? Su público. Nosotros.
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