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85 Años buscando a Santos Francisco Díaz
Las familias de las víctimas del franquismo mantienen de generación en generación el compromiso de localizar los restos de sus seres queridos, pese a tener que sortear obstáculos de todo tipo. La nieta de uno de los más de 114.000 desaparecidos explica por qué prosiguen una lucha que, en realidad, atañe al país entero.
Por Pura Francisco
Ochenta y cinco años después del asesinato de mi abuelo Santos Francisco, ¿por qué su recuerdo, su existencia y, sobre todo, su violento final permanecen aún en mi memoria? “Atravesó mi infancia y juventud”, le respondí hace unos días a la periodista Andrea Ropero en una entrevista que me hizo para el programa El Intermedio cuando me preguntó qué había supuesto para mí ese hecho. Con qué brevedad puede resumirse una historia que, sin duda, cimentó al menos mi educación sentimental. Como salí del pueblo donde nací sin cumplir aún 10 años, establezco con facilidad algunos hechos, escenas que se me quedaron grabadas para siempre. Por ejemplo, en aquella donde una niña de 8 años se mete en el interior del armario sin puertas que su padre ha llevado a casa para que el calor de la lumbre seque el barniz con el que en la época los ebanistas remataban los muebles de madera mientras habla con él. La niña soy yo y el padre es el hijo mayor de Santos. Mi padre sonreía a menudo, o eso creía yo porque, como cualquiera que lo haya conocido, sabe que fue un hombre que amaba y disfrutaba de la vida. A pesar de todo. Y en ese “todo” había un padre asesinado en octubre de 1936, un chaval de 17 años que era él mismo quien emprendió, tras el crimen, un viaje a través de las montañas de León para llegar a Asturias y unirse al ejército de la República, que encarnaba en ese momento la legalidad democrática de España frente a los sediciosos que, con Franco a la cabeza, acababan de dar un cruento golpe de Estado, en julio de 1936.
Era el mayor de los siete hijos de Santos y su esposa. Esta, viuda, se queda en el pueblo con el resto de la familia, dos hijas y cuatro hijos, el menor de 11 meses. No hace falta mucha imaginación para ponerle detalles a la historia. Santos Francisco Díaz tenía 38 años en el momento de su asesinato y se ganaba la vida como maestro herrador (así se refería siempre a su oficio mi tío Chencho). Estaba afiliado a la UGT, había sido concejal y estaba convencido de que la República abría un horizonte halagüeño para los de su clase. Además, trabajaba para el veterinario Antonio Guada, un hombre de ideas progresistas, y creía que otro mundo era posible. Hace ya casi década y media que empecé a buscar papeles sobre mi abuelo, animada por la puerta que pareció abrirse tras la promulgación de la Ley de Memoria Histórica en el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. No logré encontrar nada escrito sobre él hasta hace dos años, cuando por fin llegó a mis manos “la causa” en la que habían incluido a mi abuelo y en la que fueron juzgadas entre muchas más personas otros 59 hombres y una mujer, vecinos del mismo pueblo.
Esos juicios sin garantías (mi abuelo fue “exculpado” cuando hacía semanas ya de su asesinato) y esa prosa llena de juicios de valor y exageraciones donde se percibe que el “juez” ha decidido desde el minuto uno el destino de la mayoría de los acusados dejan, sin embargo, algunos hechos que no tienen vuelta de hoja. Todos los incluidos pertenecen a un partido republicano y/o a un sindicato, la UGT o la FTT (Federación de Trabajadores de la Tierra). Me pregunto si quedó algún hombre o mujer en aquel pueblo, Mansilla de las Mulas, partidario de la República sin ser “procesado”. No he encontrado el dato porque “se quemó el archivo de la época”.
Fotografía: Cospedal de Babia (León). Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica.
Muertos por sus ideas
En la tierra de la que hablo, el golpe de 1936 triunfó en pocas horas. No hubo enfrentamiento ni frente de guerra. O sea, lo que pasó es que partidarios de los sediciosos se enfrentaron a quienes no estaban dispuestos a alterar la legalidad democrática por la fuerza, mediante la violencia. Esa violencia que fue empleada contra ellos porque no los siguieron en su voluntad golpista. Los apresaron y/o mataron por sus ideas. Fueron víctimas de un genocidio ideológico.
Fue en esos lugares del país, entre ellos en la profunda Castilla, en Tierra de Campos, donde se llevaron a cabo la mayoría de los crímenes contra hombres y mujeres que fueron sepultados en fosas y cunetas. Se han contado en todo el territorio español al menos 114.226, con la convicción de que son más. Son “los desaparecidos”. Sus familiares, que siguen buscando sus restos para enterrarlos como se merecen, saben que el Estado tiene una deuda con ellos. Una deuda que se resume en el derecho a obtener la verdad, la justicia y la reparación. Por sus asesinatos, por el expolio del que fueron víctimas antes o después de matarlos.
Con mucho trabajo y trabas de todo tipo, las familias, ayudadas por asociaciones memorialistas, llevamos años buscando. Este verano desde la Alcaldía de Villadangos del Páramo, donde suponemos está enterrado mi abuelo en una fosa con otras 70 personas, nos impidieron iniciar los trabajos de exhumación porque la Junta Vecinal votó en contra. En realidad, apenas una treintena de vecinos mostró su rechazo, y ello después de que el primer teniente de alcalde los animara a hacerlo. Inmediatamente dimos la voz de alerta y desde la vicepresidencia de la Junta de Castilla y León les recordaron que es la ley y que tenemos derecho a abrir esa fosa. Además, hemos recibido el apoyo de otros vecinos.
¿Por qué este empeño en encontrar los restos de mi abuelo, en reivindicarlo? Recuerdo que me emocioné cuando vi por vez primera, hace ya muchos años, la representación de Antígona en teatro. Qué más podría añadir yo que no se haya dicho sobre la necesidad de enterrar a los seres queridos. No hay tirano en el mundo que ahogue ese anhelo. Pero hay mucho más. El asesinato de mi abuelo, como el de tantos cientos de miles, atravesó como un rayo a aquellas familias que tuvieron que sobreponerse al estupor para seguir viviendo. Cómo no evocar aquel dolor de las viudas que tuvieron que callar para seguir vivas y sacar adelante a su prole.
Fotografía: Prospección Grau II (Asturias). Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica.
Miedo, humillación, silencio
El relato de aquellos hechos, las vidas que se fraguaron, constituyen el material con el que han crecido centenares de mujeres y hombres en España. Hechos y recuerdos verbalizados en muchos casos o enterrados bajo el miedo y la humillación que llevó al silencio en otros. En el pueblo de mi abuelo “juzgaron” a un chico al que decidieron matar con apenas 17 años. No olvidaré jamás la pena que percibía yo cuando mi madre, recordando aquello, decía “y mataron a Juan José, era un niño…”.
Atribuyo a este recuerdo la conmoción que sentí cuando mi querida María Jesús Rojo, del grupo Los 71 de Villadangos, contó la historia de sus tíos abuelos. Jesús y Francisco Rojo çÁlvarez tenían 16 y 18 años respectivamente cuando un día de 1936 fueron a por ellos. Se los llevaron manchados de barro y pajas por los adobes que estaban haciendo en la tejera de su pueblo, Ardón (León). Consolaron a la madre, que había acudido al lugar, diciéndole “no llore, madre, no hemos hecho nada, vendremos luego”. Y como la mujer siguiera retorciéndose de dolor, aquellos sanguinarios emisarios le advirtieron: “Calle, no sea que volvamos a por el que sigue”. “El que sigue” tenía 12 años y con el tiempo se convertiría en el padre de María Jesús. Ni volvieron a verlos ni saben dónde están sus restos. Estas historias no solo formaron parte de nuestras vidas y nuestras biografías, que están hechas, como todas, con el material bueno y malo que vamos acumulando a lo largo de los años. Vi en muchas ocasiones a mi familia paterna disfrutar de las buenas cosas de la vida, admiré sus capacidades y gocé de su presencia. Fui testigo del recuerdo de mi abuelo Santos Francisco en fiestas y eventos, desde Navidades a bodas. Y recuerdo el triste lamento que seguía tras evocarlo.
Pero desde el momento en que tuve capacidad para medir la magnitud del crimen, adquirí también el conocimiento para rellenar la causa-efecto ante quebrantos y sinsabores que se desarrollaron ante mis ojos, mientras crecía, y que sin duda cambiaron el destino tanto de mi padre como el de sus hermanos y hermanas. Y eso alcanza, por lo menos, a la generación siguiente. A la mía. Y no solo porque ahora mismo, junto a un primo carnal —y, por tanto, nieto también de Santos—, tres biznietas suyas participan activamente en la recuperación de sus restos y en reivindicar su memoria. Así que, al tiempo que puedes apostar por el derecho a una buena vida (feliz, dirán algun@s), sabes que seguirás peleando para que se reconozca que esto que forma parte de “mi” historia no es un asunto particular, porque es solo una más entre cientos de miles. Una historia que atañe a un país entero que no puede seguir dando la espalda a algo que es de primero de derechos humanos. Verdad, justicia y reparación. Para que de verdad las heridas se cierren y nunca más puedan repetirse los hechos que las originaron.
Fotografía: Guadalajara. Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica.
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Ochenta y cinco años después del asesinato de mi abuelo Santos Francisco, ¿por qué su recuerdo, su existencia y, sobre todo, su violento final permanecen aún en mi memoria? “Atravesó mi infancia y juventud”, le respondí hace unos días a la periodista Andrea Ropero en una entrevista que me hizo para el programa El Intermedio cuando me preguntó qué había supuesto para mí ese hecho. Con qué brevedad puede resumirse una historia que, sin duda, cimentó al menos mi educación sentimental. Como salí del pueblo donde nací sin cumplir aún 10 años, establezco con facilidad algunos hechos, escenas que se me quedaron grabadas para siempre. Por ejemplo, en aquella donde una niña de 8 años se mete en el interior del armario sin puertas que su padre ha llevado a casa para que el calor de la lumbre seque el barniz con el que en la época los ebanistas remataban los muebles de madera mientras habla con él. La niña soy yo y el padre es el hijo mayor de Santos. Mi padre sonreía a menudo, o eso creía yo porque, como cualquiera que lo haya conocido, sabe que fue un hombre que amaba y disfrutaba de la vida. A pesar de todo. Y en ese “todo” había un padre asesinado en octubre de 1936, un chaval de 17 años que era él mismo quien emprendió, tras el crimen, un viaje a través de las montañas de León para llegar a Asturias y unirse al ejército de la República, que encarnaba en ese momento la legalidad democrática de España frente a los sediciosos que, con Franco a la cabeza, acababan de dar un cruento golpe de Estado, en julio de 1936.
Era el mayor de los siete hijos de Santos y su esposa. Esta, viuda, se queda en el pueblo con el resto de la familia, dos hijas y cuatro hijos, el menor de 11 meses. No hace falta mucha imaginación para ponerle detalles a la historia. Santos Francisco Díaz tenía 38 años en el momento de su asesinato y se ganaba la vida como maestro herrador (así se refería siempre a su oficio mi tío Chencho). Estaba afiliado a la UGT, había sido concejal y estaba convencido de que la República abría un horizonte halagüeño para los de su clase. Además, trabajaba para el veterinario Antonio Guada, un hombre de ideas progresistas, y creía que otro mundo era posible. Hace ya casi década y media que empecé a buscar papeles sobre mi abuelo, animada por la puerta que pareció abrirse tras la promulgación de la Ley de Memoria Histórica en el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. No logré encontrar nada escrito sobre él hasta hace dos años, cuando por fin llegó a mis manos “la causa” en la que habían incluido a mi abuelo y en la que fueron juzgadas entre muchas más personas otros 59 hombres y una mujer, vecinos del mismo pueblo.
Esos juicios sin garantías (mi abuelo fue “exculpado” cuando hacía semanas ya de su asesinato) y esa prosa llena de juicios de valor y exageraciones donde se percibe que el “juez” ha decidido desde el minuto uno el destino de la mayoría de los acusados dejan, sin embargo, algunos hechos que no tienen vuelta de hoja. Todos los incluidos pertenecen a un partido republicano y/o a un sindicato, la UGT o la FTT (Federación de Trabajadores de la Tierra). Me pregunto si quedó algún hombre o mujer en aquel pueblo, Mansilla de las Mulas, partidario de la República sin ser “procesado”. No he encontrado el dato porque “se quemó el archivo de la época”.
Fotografía: Cospedal de Babia (León). Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica.
Muertos por sus ideas
En la tierra de la que hablo, el golpe de 1936 triunfó en pocas horas. No hubo enfrentamiento ni frente de guerra. O sea, lo que pasó es que partidarios de los sediciosos se enfrentaron a quienes no estaban dispuestos a alterar la legalidad democrática por la fuerza, mediante la violencia. Esa violencia que fue empleada contra ellos porque no los siguieron en su voluntad golpista. Los apresaron y/o mataron por sus ideas. Fueron víctimas de un genocidio ideológico.
Fue en esos lugares del país, entre ellos en la profunda Castilla, en Tierra de Campos, donde se llevaron a cabo la mayoría de los crímenes contra hombres y mujeres que fueron sepultados en fosas y cunetas. Se han contado en todo el territorio español al menos 114.226, con la convicción de que son más. Son “los desaparecidos”. Sus familiares, que siguen buscando sus restos para enterrarlos como se merecen, saben que el Estado tiene una deuda con ellos. Una deuda que se resume en el derecho a obtener la verdad, la justicia y la reparación. Por sus asesinatos, por el expolio del que fueron víctimas antes o después de matarlos.
Con mucho trabajo y trabas de todo tipo, las familias, ayudadas por asociaciones memorialistas, llevamos años buscando. Este verano desde la Alcaldía de Villadangos del Páramo, donde suponemos está enterrado mi abuelo en una fosa con otras 70 personas, nos impidieron iniciar los trabajos de exhumación porque la Junta Vecinal votó en contra. En realidad, apenas una treintena de vecinos mostró su rechazo, y ello después de que el primer teniente de alcalde los animara a hacerlo. Inmediatamente dimos la voz de alerta y desde la vicepresidencia de la Junta de Castilla y León les recordaron que es la ley y que tenemos derecho a abrir esa fosa. Además, hemos recibido el apoyo de otros vecinos.
¿Por qué este empeño en encontrar los restos de mi abuelo, en reivindicarlo? Recuerdo que me emocioné cuando vi por vez primera, hace ya muchos años, la representación de Antígona en teatro. Qué más podría añadir yo que no se haya dicho sobre la necesidad de enterrar a los seres queridos. No hay tirano en el mundo que ahogue ese anhelo. Pero hay mucho más. El asesinato de mi abuelo, como el de tantos cientos de miles, atravesó como un rayo a aquellas familias que tuvieron que sobreponerse al estupor para seguir viviendo. Cómo no evocar aquel dolor de las viudas que tuvieron que callar para seguir vivas y sacar adelante a su prole.
Fotografía: Prospección Grau II (Asturias). Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica.
Miedo, humillación, silencio
El relato de aquellos hechos, las vidas que se fraguaron, constituyen el material con el que han crecido centenares de mujeres y hombres en España. Hechos y recuerdos verbalizados en muchos casos o enterrados bajo el miedo y la humillación que llevó al silencio en otros. En el pueblo de mi abuelo “juzgaron” a un chico al que decidieron matar con apenas 17 años. No olvidaré jamás la pena que percibía yo cuando mi madre, recordando aquello, decía “y mataron a Juan José, era un niño…”.
Atribuyo a este recuerdo la conmoción que sentí cuando mi querida María Jesús Rojo, del grupo Los 71 de Villadangos, contó la historia de sus tíos abuelos. Jesús y Francisco Rojo çÁlvarez tenían 16 y 18 años respectivamente cuando un día de 1936 fueron a por ellos. Se los llevaron manchados de barro y pajas por los adobes que estaban haciendo en la tejera de su pueblo, Ardón (León). Consolaron a la madre, que había acudido al lugar, diciéndole “no llore, madre, no hemos hecho nada, vendremos luego”. Y como la mujer siguiera retorciéndose de dolor, aquellos sanguinarios emisarios le advirtieron: “Calle, no sea que volvamos a por el que sigue”. “El que sigue” tenía 12 años y con el tiempo se convertiría en el padre de María Jesús. Ni volvieron a verlos ni saben dónde están sus restos. Estas historias no solo formaron parte de nuestras vidas y nuestras biografías, que están hechas, como todas, con el material bueno y malo que vamos acumulando a lo largo de los años. Vi en muchas ocasiones a mi familia paterna disfrutar de las buenas cosas de la vida, admiré sus capacidades y gocé de su presencia. Fui testigo del recuerdo de mi abuelo Santos Francisco en fiestas y eventos, desde Navidades a bodas. Y recuerdo el triste lamento que seguía tras evocarlo.
Pero desde el momento en que tuve capacidad para medir la magnitud del crimen, adquirí también el conocimiento para rellenar la causa-efecto ante quebrantos y sinsabores que se desarrollaron ante mis ojos, mientras crecía, y que sin duda cambiaron el destino tanto de mi padre como el de sus hermanos y hermanas. Y eso alcanza, por lo menos, a la generación siguiente. A la mía. Y no solo porque ahora mismo, junto a un primo carnal —y, por tanto, nieto también de Santos—, tres biznietas suyas participan activamente en la recuperación de sus restos y en reivindicar su memoria. Así que, al tiempo que puedes apostar por el derecho a una buena vida (feliz, dirán algun@s), sabes que seguirás peleando para que se reconozca que esto que forma parte de “mi” historia no es un asunto particular, porque es solo una más entre cientos de miles. Una historia que atañe a un país entero que no puede seguir dando la espalda a algo que es de primero de derechos humanos. Verdad, justicia y reparación. Para que de verdad las heridas se cierren y nunca más puedan repetirse los hechos que las originaron.
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